Ya lo decía Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (mejor conocido como Pablo Neruda): «Muere lentamente quien no viaja«. Por eso este fin de semana largo tomé un rumbo distinto, viajé a un Norte más Norte que el habitual enderezando las gomas del jeep de mi amiga Feliciana hacia la olvidada provincia de Montecristi.
En el camino hicimos parada en Villalobos donde oteamos desde afuera la misa dedicada a la Virgen de las Mercedes, el pueblo entero se conglomeraba alrededor de la iglesia esperando escuchar las palabras de aliento del sacedorte, sin que por ello los presentes dejaran de lanzar comentarios de que el padre era peledeísta porque pidió a la virgen por el Presidente. Yo particularmente le daría otra interpretación a esa súplica…
Más adelante almorzamos un delicioso chivo en una de las casas más antiguas del pueblo de Villa Elisa, fui acogida por todos con suma calidez, pero el almuerzo duró poco pues los habitantes de este pequeño pueblo de apenas un par de calles, estaban concentrados en disfrutar de la única fiesta que tienen durante todo el año: Las Patronales, música, bebida y comida al lado de la carretera durante un fin de semana completo.
Decidimos seguir un poco más lejos atravesando en nuestra travesía por una carreterra de cambrones sumamente cansona que uno maneja y maneja creyendo que nunca se va a acabar, parece una prueba preliminar para determinar si el viajante merece o no llegar a su destino para contemplar un atardecer en el Morro.
Pude Admirar también las boyas usadas artísticamente como lámparas enmarcando el nuevo malecón sobre el que flotan como luces rojas durante la noche.
Yo que formo parte del grupo de capitalinos encerrados en la vorágina de la ciudad, de espaldas al mar, ver la tranquilidad de un atardecer y sentir adormecerme con el compas de las olas golpeando con suavidad la glorieta de montecristi que se yergue sobre el mar, es un masaje glorioso para el alma. Estando en esa playa recordé la canción de Dido, Sand in my Shoes:
«To real life where I can’t watch sunset
I don’t have time
I don’t have time …»
Al día siguiente partimos hacia Playa Ensenada desde donde fuimos directo en lancha hasta Cayo Arenas, un montículo de arena (valga la redundancia) situado en el medio del mar abierto, una isla sin vegetación, sólo decorada por las casitas de cana con que formaron las tiendas para proporcionar a los turistas todo lo que necesiten para que disfruten de las escasas horas que les permiten permanecer de corrido en el cayo antes de que sufran una dolorosa insolación. Tremenda experiencia el encontrar ese cobijo en pleno mar, rodeado por cardúmenes de colores brillantes que a pesar de su belleza no por eso uno de los peces dejó de darme un coletazo! Me quedé un rato acostada secandome al aire y al levantarme tenía mucha arena sobre mi cuerpo, ni que decir de mis chancletas! Y mientras, conversaba con algunas de las personas presentes sobre lo bello de la naturaleza que nunca disfrutamos por estar pendientes de los problemas.
Recordé la otra parte de la canción de Dido:
«…I’ve still got sand in my shoes
And I can’t shake the thought of you
I shake it all, forget you
Why, why would I want to…»
En ese momento pensé que todos los que estábamos en la isla habíamos traído mas arena a la playa de la que llevábamos escondida en rincones privados de nuestros trajes de baños y nuestros zapatos. La arena de todos los contratiempos que luchamos por sacudirnos de encima, de las relaciones que no funcionaron, de las vidas que queremos y aún no tenemos… realmente es difícil sacudirse esa arena, sobretodo cuando la piel está aún mojada. Quizas hay que simplemente aceptar que necesitamos paciencia para esperar que ella caiga sola cuando ya estemos secos.
Ya de regreso en el pueblo asistimos a una fiesta de graduación en la Casa Club de la cual sólo les diré que no me dejaron sentarme y Dios y la Virgencita de Las Mercedes bendiga a los hombres de Mao porque bailan muy bien! (especialmente los 2 especímenes que la Tía Juana nos consiguió como parejos para la fiesta).
Realmente fue un viaje como pocos, donde hubo espacio para cada cosa, y así comenzando la tarde enderezamos nuevamente las gomas del jeep de Feliciana para Santo Domingo… gomas de las que por cierto se mos pinchó una! En el instante del accidente mi creatividad de escritora se puso de manifiesto y por un momento pensé que teníamos un helicóptero encima del carro listo para secuestrarnos como en las películas! hasta me recogí en el asiento!!. Pero felizmente aparcamos en el paso de la autopista y bajamos a ver el daño. La goma estaba completamente destruida:
– Tenemos que cambiarla – Dije ante lo inminente…
– Pero yo no se cambiar gomas, Sheilly! – dijo Feliciana con cara de desesperanza…
– No te preocupes que yo se. Búscame los instrumentos que vamos a desmontar la repuesta.- dije con seguridad. Y ante aquella expresión Feliciana se asustó y agarrando su BB decidió marcar al número de emergencias: «Papi, se me pinchó una goma» la oí decir…
No había escapatoria, dado que el rescate tomaría mucho tiempo, no quedaba más remedio que cambiar la goma, así que caminamos hacia el baúl, lo que no me esperaba era que al abrirlo encontráramos los instrumentos siguientes: un gato muy oxidado y un pedazo de «bló»… Justo en ese momento escuchamos el ruido de un motor acercándose, vimos los cielos abiertos cuando un motorista se paró a ayudarnos, pues definitivamente esos no eran los instrumentos con los que esperaba encontrarme! (ya se que regalarle a Feliciana para navidad).
Y luego de cambiada la goma, entre carcajadas de las que hacen que se te salgan las lágrimas terminamos este viaje con un atardecer hermoso coronando el elevado nuevo de la Kennedy, apenas pudimos ver el resplandor sobre el retrovisor del auto… porque ya estabamos de vuelta.